Durante muchos años viví con mi familia en un barrio de las afueras, que aún hoy no sólo no está demasiado vinculado a la ciudad, y sigue conservando sus rasgos propios. Era un barrio de gente trabajadora, de niños siempre en la calle que hasta que fue pasando el tiempo, podían jugar al fútbol y detenerse calmosos cada cierto tiempo gritando: "cochee!"
Frente al piso donde vivíamos alquilados (45 metros cuadrados, mi habitación literalmente como un camarote hasta que tuve veinticuatro años), un almacén de alimentación.
A la izquierda de la ventana del salón, una tienda de decoración pequeñita y una pescadería. Al fondo de la calle, un colmado de barrio que en realidad era el bajo de un portal con un mostrador, con una pared llena de multitud de latas, detergente, y los botes de caramelos junto a la ventana. Lo llevaba un matrimonio mayor que habían estado de emigrantes en Venezuela. Creo que no tenían hijos. En vacaciones, me enviaba mi madre todos los días a buscar el pan, dos barras grandes. En el escalón de entrada a la tienda tropecé cuando tenía seis años y me abrí una brecha en la ceja derecha. La cosieron en vivo en la farmacia de la esquina. Me ha quedado la cicatriz.
Esta mañana, fui a comprar el pan para llevar a casa de A., aquí en V. Cuando el señor me entregó la bolsa que los padres de ella suelen encargar y toqué las dos barras de pan, recordé hasta los más pequeños detalles de aquel colmado donde a la una cada día de las vacaciones de verano, desde primero de EGB hasta aprobar la oposición, hacaía los recados de casa, y reconstruí toda aquella calle, y un montón de anécdotas, como si de repente esa bolsa de plástico con un par de panes pulsase un interruptor y volviese allí por una décima de segundo.
Frente al piso donde vivíamos alquilados (45 metros cuadrados, mi habitación literalmente como un camarote hasta que tuve veinticuatro años), un almacén de alimentación.
A la izquierda de la ventana del salón, una tienda de decoración pequeñita y una pescadería. Al fondo de la calle, un colmado de barrio que en realidad era el bajo de un portal con un mostrador, con una pared llena de multitud de latas, detergente, y los botes de caramelos junto a la ventana. Lo llevaba un matrimonio mayor que habían estado de emigrantes en Venezuela. Creo que no tenían hijos. En vacaciones, me enviaba mi madre todos los días a buscar el pan, dos barras grandes. En el escalón de entrada a la tienda tropecé cuando tenía seis años y me abrí una brecha en la ceja derecha. La cosieron en vivo en la farmacia de la esquina. Me ha quedado la cicatriz.
Esta mañana, fui a comprar el pan para llevar a casa de A., aquí en V. Cuando el señor me entregó la bolsa que los padres de ella suelen encargar y toqué las dos barras de pan, recordé hasta los más pequeños detalles de aquel colmado donde a la una cada día de las vacaciones de verano, desde primero de EGB hasta aprobar la oposición, hacaía los recados de casa, y reconstruí toda aquella calle, y un montón de anécdotas, como si de repente esa bolsa de plástico con un par de panes pulsase un interruptor y volviese allí por una décima de segundo.